Por Javier García-Luengo Manchado |
“Julio
Romero de Torres pintó a la mujer morena. Con los ojos llenos de misterio y el
alma llena de pena…” Así comienza el célebre pasodoble La morena de mi copla, compuesto por los maestros Villegas y
Castellanos. Sí, efectivamente, Romero de Torres fue el pintor de la mujer
morena -y andaluza- en la mayor parte de las ocasiones, pero el artista
cordobés también fue capaz de “pintar”, sin saberlo, una polémica nacida mucho
tiempo después de su muerte.
Así
es, el referido pasodoble se hizo popular como pocos en la España de los
sesenta, marcando, de alguna manera, lo que Romero de Torres pudo llegar a
inspirar en un momento determinado y quizá, sobre todo, demuestra la conexión
que el legado del pintor cordobés generó en las clases menos sofisticadas.
Este
hecho, insisto, ha devenido sin embargo en una controversia firmemente asentada
en determinados sectores de la historiografía y la crítica de arte en torno al
verdadero interés y calidad de Romero de Torres; siendo muchas las voces que en
estas disciplinas entienden el imaginario del cordobés como sinónimo de una
pintura populista, impermeable a cualquier filtración de vanguardia, plena de
tópicos aburguesados, amén de carecer de un discurso político concreto. En fin,
a estas alturas uno ante lo dicho, se pregunta entre otras cosas, a fuer de ser
políticamente incorrecto, por qué un compromiso ideológico debe ser tenido en
cuenta como factor determinante a la hora de juzgar el valor estético de un creador
.
Quizá
a lo anteriormente expuesto no sea ajeno al hecho mismo de que a todos nos
resultan familiares muchas creaciones de Romero de Torres al asociarlas, de
manera inconsciente, a un momento muy determinado de la historia de nuestro
país, sin embargo, verdaderamente las imágenes que sirvieron para ilustrar
aquel periodo nada tenían que ver con la concepción original del propio autor.
A fin de cuentas Romero de Torres no tiene culpa de que su obra sirviera para
decorar latas de dulce de membrillo, calendarios y hasta billetes, como tampoco
la tiene Da Vinci, Miguel Ángel o Picasso de que su obra se vea reproducida
hasta la saciedad en imanes para frigoríficos, camisetas, posavasos y otros
objetos del merchandising museístico.
La buena ventura |
Polémicas
aparte, lo que queda de un artista es su producción y eso es lo que sí podemos
juzgar, ver, comprender y sentir. Un visita a la exposición Julio Romero de
Torres. Entre el mito y la leyenda, celebrada durante estos días en el Museo Carmen Thyssen de Málaga, permite
efectuar ciertas reflexiones alejadas de los prejuicios e ideas apriorísticas
ya referidas.
Como
se ha dicho, indudablemente la mujer es la gran protagonista de su extenso
catálogo, la mujer se transforma en un icono donde la metáfora acampa por
doquier, procurando lecturas dispares, incluso hasta contradictorias. Lo divino
y lo humano se ligarán íntimamente, como así lo podemos apreciar en la fémina
portadora de los valores religiosos y tradicionales, frente a esa otra cargada
de sensualidad hasta el extremo.
Y
es que el discurso simbolista no fue ajeno a la paleta de Romero de Torres, un
simbolismo aprendido directamente en sus viajes por Europa y tamizado a través
del contacto con el renacimiento italiano. El resultado será el de un
simbolismo de progenie andalusí que frente al francés o al británico deja a un
lado a Salomé, la mujer bella pero maldita, para darnos una interpretación
digamos más castiza.
Monjas
y manolas, prostitutas y celestinas, serán los personajes que de un modo u otro
llevarán hasta sus últimas consecuencias ese mal de amores o esa plegaria tan
común cuando el flamenco, que tanto inspirara a Romero de Torres, se arranca
por soleares o reza con una saeta.
El
marco para estas singulares musas no son los sofisticados palacios orientales
que podemos hallar en el alucinante simbolismo de Moreau o los templos clásicos
del silencioso Puvis de Chavannes, sino que Córdoba, esa Córdoba lejana y sola, como años después la
describiría García Lorca, será el inquietante escenario para dar cabida a las
intensas miradas de los originales mitos y leyendas creados y recreados
por quien fuera el pintor dilecto de
Valle Inclán.
Javier García-Luengo Manchado es Doctor en Historia del Arte por la
Universidad de Salamanca, obteniendo Premio Extraordinario de Doctorado en
2006. Ha desarrollado su labor docente en las Universidades de Salamanca y
Anáhuac de México, asimismo ha efectuado estancias de docencia e investigación
en las universidades de Londres, Sapienza de Roma, Évora de Portugal,
Cergy-Pontoise de París y Academia de España en Roma.
Ha comisariado exposiciones dedicados a
pintores del siglo XX y escrito libros y artículos de investigación referido a
los mismos temas.
Como conferenciante ha participado en el
programa El Prado fuera del Prado, ciclo organizado por el Museo Nacional del
Prado.
Bonito artículo,nos acercas a artistas que,aunque conocidos,no son bien interpretados.Gracias y felicidades!!!!
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